El aceite de San Millán – Leyendas de La Rioja
La imaginación legendaria nos lleva una vez más hasta los montes Distercios. En su falda la mirada proyecta la imagen superpuesta de los monasterios de Suso y Yuso, «el de arriba y el de abajo», el superior y el inferior, el grande y el pequeño. Hacia éste, el más antiguo, ascendemos y allí evocamos la vida del santo eremita.
¿Quién no conoce a estas alturas la vida de San Millán de la Cogolla? Nacido en Berceo, dedicó sus primeros años a pastorear los rebaños de su padre para retirarse más tarde a la soledad del monte, donde decidió hacerse anacoreta. Aprendió lo más importante de la mano de San Félix, alcanzando pronto fama en la comarca, por lo que el obispo de Tarazona le nombró párroco de su pueblo natal, Berceo, del que fue destituido pronto por, según dicen, dilapidar los bienes eclesiásticos de la parroquia. Decidió entonces retirarse a unas cuevas cercanas para vivir de eremita rodeado de sus discípulos. Tras su muerte, ya centenario, fue enterrado allí en donde se edificó en su memoria un pequeño santuario. El monasterio de Suso que se nos presenta hoy a la vista se construyó en los siglos IX y X . La iglesia es de dos naves con dos capillas en la cabecera y dividida en dos partes por los conocidos arcos de herradura que conectan la iglesia con el antiguo cenobio de San Millán. En una de esas cuevas estaba enterrado el Santo y allí se desarrolla nuestra leyenda
Ante el sepulcro del santo colgaba una lámpara que siempre alumbraba la estancia y ningún día ni ninguna noche del año estaba el candil sin aceite, salvo claro está cuando le cambiaban la mecha. De este , en un anochecer que era la víspera de San Julián faltó el aceite a los de la morada clerical y por no tener no tenían ni una gota para quemar. El sacristán encargado de tener siempre limpio y a punto el sepulcro estaba muy molesto y fastidiado por el olvido de tener más aceite en la despensa y además nadie en la comarca le podía prestar pese a que el sepulcro se encontraba totalmente a oscuras. Cuando llegó la noche y la hora de descansar entró el monje sacristán a mirar el sepulcro y orar por última vez y vio arder la lámpara delante del altar llena del mejor aceite que no solían comprar. Se quedó el monje muy maravillado de la luz tan clara y el aceite tan puro y refinado y entre gritos de alborozo y lágrimas de alegría, entendió que no había podido ser comprado a ningún buhonero, sino que lo había enviado Dios desde el Cielo.
Enterados todos los de la congregación, tocaron las campanas, se levantó un gran clamor y rindieron los canónigos alabanzas al Señor e hicieron reverencias al Santo. Pasada la emoción e incertidumbre de la primera noche con el nuevo aceite tuvieron una idea, pusieron otro óleo distinto y guardaron ese, que como era cosa santa, estaba lleno de dones y se guardó para sanar a los enfermos. Desde aquel día se multiplicaron las visitas al sepulcro del Santo y así, cualquiera que en un momento dado sentía una enfermedad se acercaba a ser curado, lo pringaban con el ungüento y la mejoría era tal que nunca más necesitaba otra medicina. Así ocurrió un buen día cuando llevaron hasta la sepultura a una mujer que tenía una enfermedad que le mantenía postrada en su cama sin poder mover los pies y con la visión perdida. La untaron con el aceite donde tenía el dolor y al instante los ojos y los pies recuperaron su visión y movilidad, por lo que la mujer marchó a su casa dando gracias al santo Millán.